Esta mañana he encendido la televisión y ya había muerto.
En casa de mis padres, en mi habitación, aún tenía un aparato al que tenía que ajustar las antenas para sintonizar bien los canales. Las nuevas generaciones ya no sabrán qué era eso. Esa experiencia se perderá como lágrimas en la lluvia. Como revobinar casettes con un boli, o llamar (a sitios, no a personas) desde una cabina, o esperar una hora después de comer para que te dejaran bañarte en la playa sin peligro de muerte por corte de digestión, o tener que ir a salas recreativas con ambientes muy lumpen para jugar a un videojuego lleno de polígonos, o ignorar algo y tener que buscarlo en una enciclopedia y, muchas veces, quedarte con la duda…
¿Y a quién le importa?
Un lamento de recuerdo por nuestra vieja televisión con orejas de conejo, que nos deja ya. Ahora triunfan los diseños retro de giradiscos y equipos de música, quizá algún día se pongan de moda los televisores «vintage» con cajas de madera y ya inútiles pero decorativas antenas.
Vaya no me acordaba de que era hoy…
Pues el otro día vi un tocadiscos muy bonito que quedaría genial en mi piso imaginario.
A mi no me importaría que el apagón fuera tecnológico y volver, aunque fuera un momento, a todo aquello que te hacía más humano y menos robot.
Nunca en mi vida he estado rodeado de tanta tecnología; nunca he estado tan conectado al mundo; nunca ha sido más fácil transportarme a la otra parte del continente. Y, sin embargo, algunas veces todo eso no vale nada.
Al final, lo que me pide el cuerpo es apagar la tele, que el móvil se quede sin batería, que el Wifi no funcione y huir del ruido y la masificación cool de la gran ciudad.
Es el pensamiento que aparece cuando estoy en lo alto de la montaña, con un par de amigos, nuestros bocatas y una botella de agua: ¿para qué quiero tanto si con poco me conformo? Soy preso cuando estoy allí abajo, no cuando estoy aquí arriba.
Por cierto, yo fui uno de los que sufrió un corte de digestión, justo después de comer, por andar descalzo en una tarde de verano.